EDITORIAL
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En estos días colmados de afanes, hemos visto pasos en diversas direcciones. Algunos, inquietantes, en el tejado; otros, tormentosos, en las calles. La seguridad pública ocupa el primer lugar en la agenda de la seguridad nacional. Hoy, el Estado mexicano debe hacer caso, mucho caso, a la exigencia de seguridad que unifica al pueblo. En esto no hay priistas, ni panistas, ni perredistas, ni grandes ni chicos; sólo ciudadanos despavoridos, que reclamamos respuesta.
Nuestra Constitución entiende ahora que proveer a la seguridad pública es algo que corresponsabiliza a todos los gobernantes e interesa a todos los gobernados. No podemos hacer economías en seguridad pública; el resultado pudiera ser una seguridad barata, que luego salga carísima; alivios y paliativos sin enjundia, que no calan hondo, sólo cuidan las apariencias. La seguridad exige gastos a la medida del problema.
La seguridad es la razón fundante del Estado. En efecto, los hombres se reúnen en la sociedad política, y ésta deviene Estado, precisamente para conseguir entre todos lo que ninguno puede obtener por sí mismo; la seguridad que le permita vivir en paz y sacar adelante su existencia.
De lo contrario nos hallaríamos en guerra perpetua; cada hogar sería una trinchera y cada día el escenario de un combate.
Un Estado que no satisface razonablemente esta exigencia primaria reniega de su origen y carece de justificación verdadera. Por supuesto, no diré que el Estado sólo debe proporcionar seguridad. También debe establecer las condiciones de la libertad y la justicia.
¿Qué pasó con la seguridad pública en México? Pasaron muchas cosas. Unas tienen que ver con policías, tribunales y prisiones. Otras tienen que ver con problemas más complicados y profundos. Unos y otros son el caldo de cultivo de la inseguridad. De hecho, todo tiene que ver con la seguridad. Casi no hay acierto o desacierto, progreso o retroceso, éxito o fracaso en el manejo de los asuntos públicos que no repercuta en la seguridad. Esta suele ser el reflejo final, la expresión dramática de la marcha de una república.
Rezagos de años, pero también retrocesos deliberados; leyes inadecuadas, pero también incumplimiento de las que fueron adecuadas; instituciones estancadas, pero también instituciones destruidas; recursos escasos, pero también dispendio de recursos abundantes; y nula coordinación entre los gobiernos, pero también negación y olvido de la coordinación que alcanzaron, a veces, algunos gobiernos.
Si se me permite echar mano de una imagen, diré que esas son las dos caras de la luna: una iluminada, la otra en penumbra. Pero todos sabemos que ambas existen y que la luna es una sola. Y agregaré, con la misma figura, que todavía hay otros planetas pendientes en este grave universo de la seguridad maltrecha. Los dramas de la seguridad pública son una buena lección para el presente y el futuro. No es deseable que la policía civil fracase. Este fracaso obliga a soluciones que hoy son tema de muchos debates.
Requerimos inversión, formación de recursos, dotación de equipo y condiciones de trabajo, mejoramiento de las profesiones destinadas a dar seguridad a los ciudadanos, construcción de prisiones, información oportuna y suficiente, estadística confiable, criminalística moderna.
Dije que hay otros pendientes en este universo de la seguridad pública. Son tema de otras instancias. Las que manejan policías, fiscalías y tribunales deben hacer su parte; pero esa parte no es el todo. Quedan los íntimos factores de la inseguridad, un asunto que se ha vuelto tedioso. Ya hablamos de leyes, recursos, gendarmes, coordinaciones. Ahora es preciso hablar también de trabajo, salario, educación, vivienda, alimento y esperanza.
Quizá fastidia hablar de esto, tan intrincado, tan difícil, tan elusivo. Pero no hay forma de evitarlo: está en la entraña de la seguridad y la inseguridad, según resulte.
Sería ingenuo decir que toda la inseguridad existente obedece a la crisis económica; pero no sería menos inocente olvidar que por lo menos una parte de toda la inseguridad sí responde a los factores que la crisis económica pone en juego. Por sabido se calla que la miseria, la enfermedad, la ignorancia influyen en las estadísticas del crimen.
Por supuesto, no estoy diciendo que los pobres, ignorantes y enfermos sean delincuentes. Eso es otra cosa. Lo que estoy diciendo es que la justicia penal no puede hacer lo que corresponde a la justicia social. No pidamos peras al olmo.
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