Ejercer el poder, afinando
permanentemente las estrategias para conservarlo, no sólo es empeño de
dictadores, tiranos y demagogos. Una sociedad que se presume democrática tiene
en su interior actores e instituciones políticas que con posturas ideológicas heterogéneas,
y enarbolando todas el beneficio colectivo, se enfrascan periódicamente en
disputas electorales con la aspiración de obtener el poder y ejercerlo de
manera perdurable. En posesión de él, los intereses de grupo o de clase
prevalecen aún por encima de los sueños y de la esperanza colectiva.
La democracia como forma de
gobierno, y como el mecanismo más racional y legítimo que hasta ahora han
encontrado las sociedades occidentales para ofrecer reglas claras y equitativas
a los protagonistas que se disputan el poder, no constituye en sí misma la vía
para satisfacer las necesidades de toda la sociedad. En todo caso, en países
con extensa y profunda tradición democrática se ha abonado el terreno de las
transiciones aterciopeladas entre regímenes políticos con tendencias
ideológicas diferentes, e incluso antagónicas, promoviendo nuevas experiencias
de gobierno a sus ciudadanos. Circunstancia que no puede certificarse en países
dependientes y con escasa raigambre democrática. Y esto lo hemos observado en nuestro país.
La democracia en México, a
partir de las dos últimas décadas del siglo XIX y hasta finales de la centuria
pasada, fue tan sólo una complicada representación mental a la que tenía que
apelar el ciudadano común cuando quiso explicársela, pero sobre todo constituyó
un argumento nodal para la legitimidad y el equilibrio de un sistema político
que se distinguió por su carácter monolítico. A lo sumo, en 100 lo más que se
logró fue mejorar los elementos que componen esta democracia instrumental.
Esta particularidad del
sistema político mexicano favoreció el desarrollo de instituciones políticas
débiles y con poca o nula representación social. Por el contrario, el
fortalecimiento del PRI como partido único, definió y caracterizó nuestra
política nacional. Así, fuimos edificando la historia política moderna de
nuestro país con base en una democracia simulada, que consintió el advenimiento
de una clase política integrada por individuos sin escrúpulos.
De tal suerte que nuestra
democracia ha sido una entelequia sobre la cual se arraiga una cultura política
basada en el corporativismo y en lealtades de sumisión, que ha estimulado el
desaliento y la escasa participación del ciudadano en los asuntos fundamentales
de la vida pública.
Construida históricamente, y
con profundas raíces en nuestras mentalidades, esa cultura política aún
mantiene su vigencia. Todavía es posible encontrar prácticas corporativas,
costumbres, normas y concepciones ancestrales de la acción política aplicadas
incluso por figuras ajenas a la
tradición del partido único y que en el papel se publicitan como la verdadera
alternativa política. El desencanto que promueven es tan obvio que citarlo
constituiría un esfuerzo banal, como murmurar en el desierto.
Es en ese sentido que cuando
hablamos de la democracia en México, nos referimos a un proceso todavía
inconcluso. Aquella no la construimos teniendo elecciones limpias ni
incrementando los votos en las urnas. Estos son algunos de sus elementos, pero
no los únicos.
La democracia en México
avanzará en tanto sus instituciones se modernicen, eliminando las prácticas
caciquiles, los cotos de poder particulares y de grupo, cuando el interés
colectivo reemplace las ambiciones personales y esto se vea reflejado en
acciones concretas de gobierno.
Pero esto es un planteamiento
hecho desde la academia, donde todo es más sencillo. En los hechos, los
políticos, particularmente los gobernantes, suele hacer a un lado estas
consideraciones y guiarse, casi de manera exclusiva, por sus filias y fobias.
Tres Comentarios al Margen
1. El asunto de las pensiones
es muy complejo y no debe ser resuelto con un parche que limite su monto máximo.
La devolución de los recursos aportados por los ayuntamientos y los
otros poderes a la Dirección de Pensiones y que sólo benefician al gobierno estatal,
debe ponerse sobre la mesa y ser discutido a fondo, revisada y modificada en lo
correspondiente la ley.
De lo contrario, el remedio
será peor que la enfermedad y los ayuntamientos seguirán subsidiando, como lo
hacen hasta el día de hoy, al gobierno estatal en cuanto a las pensiones que
éste otorga a sus trabajadores. Los
ayuntamientos pagan el total de sus pensiones y aportan para el gobierno estatal
pague las suyas y si no es así, pregunto: ¿se devuelve a los ayuntamientos el
2.5 por ciento aportado por éstos por cada uno de los trabajadores, de base o
confianza, a la Dirección de Pensiones?
2. Las notas sobre el
presupuesto presentado por el gobierno estatal deben estar equivocadas, todas.
No salen las cuentas. ¿Dónde está el presupuesto de SE y Salud?, sí sólo esas
dos dependencias se llevan más de cuatro mil millones de pesos, dónde están los
recursos para pagado de servicios personales del poder ejecutivo? Si sólo los
jubilados se llevan casi 300 millones, ¿dónde están? Habrá que revisar ese
documento a fondo.
3. El castigo es el peor atajo
frente a la expresión ofensiva. El recurso más fácil frente a la agresión
verbal, la burla hiriente es recurrir al castigo. Darle una nalgada al
insolente. Acudir a papá para que regañe al niño, a la maestra para que expulse
al malportado, al Estado para que castigue al irrespetuoso. A eso estamos
tentados ahora que tenemos una ley que castiga la ofensa de palabras y órganos
de la decencia que regulan el qué decir. Este atajo, como muchos otros, es
falso: aparenta alivio pero deja las cosas en su sitio. Vedar palabras no
mejora la convivencia: cambia de tema. Me parece que la ofensa es consustancial
a la libertad y que el debate es, inevitablemente, rasposo. Más aún, creo, con
Ayaan Hirsi Ali, que la libertad implica el derecho a ofender. Jesús Silva
Hérzog Márquez
Twitter: @macosta68
2 comentarios:
Interesante artículo, sobre un tema muy complicado, culpables todos, voluntades de cambio, pocas y de ambos lados, sociedad y gobierno, en mi opinión digamos que existe un "ente maléfico" que tiene como única diversión perversa, asechar a todo aquel que llega al poder o puesto público de alto nivel, y con algún hechizo, digno de las mejores historias de hechiceras de Disney, cambia todas sus buenas intenciones convirtiéndolo en un ser movido por intereses personales y de partido, embriagado de poder y soberbia. Habría que buscar la raíz mas profunda que alimenta la corrupción, el parasito más dañino para la democracia.
Tiene usted razón. Cambiar la situación es complicado, pero requiere empezar por la construcción de ciudadanía, que es un proceso de cumplimiento de obligaciones y ejercicio pleno de derechos. Gracias por su comentario
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