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martes, agosto 23, 2011

De Política y Políticos

Según Perogrullo, la sociedad evoluciona con el curso inexorable del tiempo. Dicho proceso está cimentado en la acción perpetua del hombre, con sus errores y sus aciertos, tanto al avanzar, como al retroceder.

Asimismo, son los testimonios que recogemos del pasado y los sucesos capitales que vivimos en nuestra realidad contemporánea los que enriquecen la memoria colectiva. Los individuos y sus obras nutren esa memoria, ésta lo hace con la cultura y la cultura, a su vez, favorece los hallazgos técnicos que impulsan etapas superiores de progreso.

Pero dicha evolución no se funda tan sólo en la técnica. Por el contrario, la sociedad forja mitos, quimeras, fantasías, utopías y misterios.

Con esas ideas elabora construcciones simbólicas devenidas en espejo donde se reflejan los temores, los proyectos, los sueños, las solidaridades, los desencuentros y las esperanzas de la comunidad entera.

En éstas se hallan las respuestas para el presente y también los enigmas resolverse en el futuro. Por ello, resulta vital plantear preguntas, indagar, analizar y encontrar respuestas, aunque a veces sólo encontramos un silencio ominoso.

La sociedad ha creado instituciones para conducirse por caminos definidos, con rutas inconfundibles que zanjan cualquier obstáculo y la sitúan en frente a su propio destino. Las instituciones crean reglas y normas que, al ser admitidas por todos, regulan la convivencia colectiva. Son el espacio donde se funda la normalidad social; es decir, el estatus dominante. Por su parte, el individuo como tal enfrenta sus propias contradicciones: aflora de la barbarie y se agota en la civilización; marcha decidido a la guerra y se revela confuso en la paz; sujeto de la acción muere luchando, creyendo que perdurará con sus ideas; se manifiesta tolerante con los otros mientras practica actos de resistencia ideológica y cultural; encumbra líderes y luego actúa para derrocarlos; es el mismo hombre que se plantea objetivos y los resuelve con certidumbre, aunque perentoriamente ignore cuál es el fin y el sentido de su existencia.

Con todo, es indudable que el objetivo del hombre, al compartir una vida en común con otros, se está diluyendo. Nuestros días se definen por el egoísmo, es la impostura del yo que provoca para colocarse por encima del nosotros. La solidaridad está siendo sustituida por la ambición individual.

Como señala Jacques Attali en su libro “Fraternidades. Una nueva utopía”: “No estamos en una época de larga duración, de proyectos indefinidamente pensados, sino de lo inesperado, de lo flamante, de lo reversible, de lo inmediato, de lo precario, del individualismo egoísta, cuando no del cinismo autista”. Fin de la cita.

No sorprende saber que el individuo ambicioso de poder tiene en el campo de la acción política el terreno fértil para solventar sus certezas.

Disfrazadas sus ambiciones personales al sugerir la búsqueda del beneficio colectivo, sabe de la incongruencia que caracterizará sus acciones, de la distancia entre su retórica y su conducta, sus hechos. La política, de esta manera, se percibe como el reino de la simulación y el engaño y no como el campo de la conciliación o de la inteligencia para ofrecer soluciones.

No en vano la literatura especializada sostiene una hipótesis: quienes adquieren poder y apuntalan con él su dominio, se imponen a sus semejantes con la persuasión, pero sobre todo, con la fuerza.

La primera es con un ofrecimiento: el futuro, irremediablemente será glorioso para todos. Esa es la promesa. Quien detenta el poder asume que su presente es resultado de un pasado honroso que lo enriquece legitimándolo. A la vez, asume que actuando sobre esa realidad vulnerará la utopía con el porvenir esplendoroso que reitera la promesa entregada a los otros. No hay motivo para la mortificación ni para reflexionar en las contrariedades que pudiera afrontar.

El poder tiene la capacidad para convencer con el peso de su palabra. Pero si ésta no fuera suficiente, existe el recurso que disuade con mayor eficacia: el uso de la fuerza. Con ella se levantan fronteras que, en primera instancia, alertan a los inconformes que ansían quebrantarlas. La aplicación de la violencia contra las voluntades que cuestionan la eficacia del que manda, perturbando su estabilidad, es una medida que por convincente resulta ejemplar. Porque en la sociedad integrada, los pesimistas y los inconformes no tenemos cabida.

Conocida la promesa, ¿quiénes son los insumisos que osarán con sus desvaríos modificar su propio presente?, ¿quién tratará de enfrentarse a las instituciones, devastando la normalidad social a través de la transgresión de las reglas y del formalismo vigente?

No lo sé, pero me gustaría conocerlos.

Tres Comentarios Al Margen

1. El castigo es el peor atajo frente a la expresión ofensiva. El recurso más fácil frente a la agresión verbal, la burla hiriente es recurrir al castigo. Darle una nalgada al insolente. Acudir a papá para que regañe al niño, a la maestra para que expulse al malportado, al Estado para que castigue al irrespetuoso. A eso estamos tentados ahora que tenemos una ley que castiga la ofensa de palabras y órganos de la decencia que regulan el qué decir. Este atajo, como muchos otros, es falso: aparenta alivio pero deja las cosas en su sitio. Vedar palabras no mejora la convivencia: cambia de tema. Me parece que la ofensa es consustancial a la libertad y que el debate es, inevitablemente, rasposo. Más aún, creo, con Ayaan Hirsi Ali, que la libertad implica el derecho a ofender. Jesús Silva Hérzog Márquez

2. Experiencia es el nombre que damos a nuestras equivocaciones. Oscar Wilde

3. Más de una vez me siento expulsado y con ganas/de volver al exilio que me expulsa/y entonces me parece que ya no pertenezco/a ningún sitio, a nadie./¿Será en indicio de que nunca más/podré no ser un exiliado?/¿Qué aquí o allá o en cualquier parte/siempre habrá alguien que vigile y piense,/éste a qué viene?/Y vengo sin embargo tal vez a compartir cansancio y vértigo/desamparo y querencia/también a recibir mi cuota de rencores/mi reflexiva comisión de amor/en verdad a qué vengo/no lo sé con certeza/pero vengo. Pero vengo. Mario Benedetti

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