EL sociólogo alemán Ulrich Beck ha dicho que los conceptos han envejecido y que han perdido su significado original. Que ya no responden los conceptos a lo que tratamos de explicar.
Explica que tratamos de explicar lo que ocurre mediante palabras muertas, voces que describieron una realidad muy distinta de la actual. Al emplear esas palabras, advierte, lejos de nombrar nuestra experiencia, la cubrimos con disfraces. Las palabras pierden sentido: “Vivimos, pensamos y actuamos con conceptos zombies, con conceptos que han muerto, pero que siguen rigiendo nuestro pensamiento y nuestra acción”.
Por ejemplo, dice Beck, la idea que se tiene del enemigo. La imagen proviene de un vocabulario militar en el que existen ejércitos que combaten frene a frente en batallas que pueden ganar o perder y que terminan en armisticios o tratados de paz. Nada de eso tiene sentido hoy. Se usa una palabra apolillada porque no tenemos otra forma de nombrar lo inédito. En México también padecemos este mal. Usamos palabras que son, en realidad, carentes de significado.
Según Beck, son conceptos que vienen del pasado reciente, pero que ya nada tienen que ver con los problemas del país.
Alguna vez tuvieron vida: expresaban una realidad, portaban una denuncia y convocaban a acciones razonables. Hoy ocultan lo que sucede, corean lugares comunes y recomiendan lo inconveniente.
Pensemos, por ejemplo, en el discurso antipresidencialista todavía imperante. Cada vez que se habla de las reformas institucionales pendientes, se habla de la necesidad de fortalecer a los contrapoderes del Ejecutivo: el Congreso y los estados. La democratización pendiente, se dice en muchos círculos políticos y periodísticos, pasa por el fortalecimiento del Legislativo y del régimen federal mexicano.
No cabe duda que hay diversos aspectos del régimen congresional y federativo mexicano que merecen reforma, pero es absurdo pensar que la clave única de la segunda generación de reformas democráticas es desplazar facultades de la Presidencia a esos espacios de poder.
La cantaleta de la Presidencia imperial puede complacer a quienes ya aprendieron una fórmula para criticar, pero hoy los problemas de la gobernación democrática son otros.
Muchos arguyen que el Congreso goza de una especie de superioridad democrática frente al Presidente.
Nos invitan a confiar en el Legislativo al tiempo que debemos conservar el recelo frente a una Presidencia
congénitamente autoritaria.
El argumento que subyace es que el Congreso es democráticamente superior al Ejecutivo. Una especie de privilegio ontológico enaltece a la legislatura. Pero ya lo hemos visto recientemente: el Congreso puede ser, en su actuación política, idénticamente caprichoso, idénticamente arbitrario, idénticamente desconfiable que el Ejecutivo. Lo sucedido con el presupuesto se ajusta a estos parámetros.
Ninguna institución política merece idolatría. No podemos pasar de la sacralización de un órgano a la sacralización de otro ni debemos entender la satanización del Ejecutivo como una necesaria compensación histórica. Si hemos de creer en el régimen constitucional habremos de abandonar de una vez por todas la idea muerta de que el Congreso es una institución democráticamente privilegiada y que el Presidente sobrelleva, por su propia naturaleza, una legitimidad menguada. Lo mismo podría decirse del debate del federalismo. Se ha dicho durante mucho tiempo que democratizar es descentralizar. Es cierto, pero lo es hasta cierto punto, porque el federalismo es un punto medio entre la derrama y la concentración del poder.
Hace unos cuantos años el reclamo regional era, sin duda, fundado por un centralismo agobiante. Hoy, debemos pensar también en los lazos de cohesión nacional y la labor indispensable del centro como agente de distribución.
Un federalismo mal diseñado sería gravísimo para la gobernabilidad del país e, incluso, para su propia unidad. Lo que sucede en países del Cono Sur es una buena advertencia para México: un federalismo excesivo puede tener consecuencias graves para la marcha de la economía y la política. Pienso igualmente en el lamentable manejo que se le hada dado al consenso. La demanda del consenso aparece una y otra vez en el discurso público. Necesitamos consensos, dicen todos. Hemos aprendido que lo importante es construir consensos, ha dicho recientemente el Presidente, resumiendo el aprendizaje de su primer año. Pero el consenso no es la vía: es la trampa. Estamos atorados justamente por haber edificado al consenso. Entendámonos: consenso es el acuerdo de todos los miembros de un grupo, consenso es la coincidencia de cada uno, unanimidad.
En otras palabras, el consenso adorado por los idólatras de la transición consagra el poder absoluto de la mínima minoría.
Aquella palabra absurda del “mayoriteo” que inventaron hace unos años los opositores del PRI, persigue como fantasma a los nuevos regentes que no se han dado cuenta aún qué democracia es eso: decisión de la mayoría. Quizá no les gusta a los hombres del consenso, pero gobernar democráticamente es mayoritear.
En esas andamos los mexicanos. Incapaces de crear nuevas palabras y usando las viejas, las de antes, aunque su significado sea muy diferente y lo definido entonces ya no corresponda a la nueva realidad.
TRES COMENTARIOS AL MARGEN
1. “Las divisiones han sido fuente de grandes males para la nación, nos hicieron vulnerables ante las acechanzas del exterior y propiciaron invasiones, con el costo de la pérdida de la mitad de nuestro territorio y de su ocupación por tropas extranjeras.
En un Partido político, las divisiones concitan el rechazo social, que se refleja en la pérdida de las preferencias electorales. Un Partido dividido no puede ser opción de gobierno porque resulta incapaz de satisfacer las expectativas ciudadanas.
No podemos volver a equivocarnos. Debemos anteponer los intereses de la sociedad y del Partido a los intereses personales y de grupo.
En nuestro nuevo sistema político, y especialmente en el electoral, con una alta pluralidad y competencia, la división del Partido nos podría llevar a la diáspora y a un rechazo civil equivalente a la desaparición.” Beatriz Paredes Rangel.
2. “Hay riesgos de ingobernabilidad al debilitarse el estado de derecho por la creciente delincuencia e inseguridad pública. La autoridad no está cumpliendo cabalmente con su obligación esencial de cuidar la vida y los bienes de los mexicanos. Lamentablemente, porque no lo festinamos, nos duele como mexicanos y como opción política responsable, no hemos encontrado y no han encontrado los mexicanos suficiente capacidad para detener la grave espiral de violencia y muerte que nunca antes se había tenido en nuestro territorio nacional, en tiempos de paz.
Quiero reiterar, el PRI, sus gobernadores, sus presidentes municipales, sus legisladores han actuado con plena responsabilidad acompañando al Ejecutivo Federal en el ámbito de las atribuciones de la jurisdicción estatal y municipal, en el combate a la delincuencia, a pesar de los precarios recursos de los municipios y de los estados, ahí han estado nuestras Autoridades Locales, con conocimiento, convicción y valor, pero así como hemos colaborado enfrentando un problema que aqueja a toda la nación, demandamos que no se utilice electoralmente la problemática de la inseguridad.
Rechazamos el abuso, que pretende confundir a la sociedad, cuando se asume que son otros los órdenes de gobierno, a los que corresponde afrontar el embate a la criminalidad organizada, y el crecimiento del narcotráfico que ha generado esta secuela de inseguridad. Queremos que el Gobierno de
3. “La causa fundamental de los disturbios en el mundo de hoy, es que los estúpidos son presuntuosamente seguros, mientras que los inteligentes están llenos de dudas.” Bertrand Russell
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