A los
mexicanos nos hace falta debatir, pero hacerlo bien, en serio, porque el debate
es uno de los mejores instrumentos que tenemos para construir democráticamente
el México que todos queremos. Así, es, no hay duda. En esencia, democracia es
opinión. Sin ésta no hay aquella. Y la opinión toma su fuerza, se tensa, se
pone a prueba, en el debate que enciende a la sociedad. En la confrontación de
las ideas, a la luz del sol, con viveza, sin temor, hallamos el rumbo de la
República. Es el conducto para que circule la verdad, a la que tantos temen
tanto. Es el método del entendimiento. Es el cauce de la inteligencia. Es el
foro para que en él -y jamás en soledad- se resuelvan los graves problemas de
la nación.
Debate es,
por supuesto, un diálogo eficaz. En él se enfrentan y se concilian los
intereses y las intenciones. No es una sucesión de monólogos, que van cayendo,
uno a uno, en el vacío primero y luego en el silencio. No es la expresión de un
coro que acompaña -sólo acompaña- el tono mayor de alguna voz. Quienes cantan a
coro, no debaten: secundan. Quien domina todas las voces, tampoco debate:
resuelve.
En la
democracia, de la que el debate es un instrumento formidable -y algo más:
indispensable-, la decisión se adopta tras el juego de las opiniones, no antes,
ni por encima, ni a su pesar. El debate es el espacio natural para la creación
de democracia, porque el en el conflicto, en la exposición de ideas distintas y
hasta opuestas, está el génesis de la democracia.
Por ello,
debemos respetar las voces que concurren al debate, oírlas, animarlas,
atenderlas. Este género de controversias previene contra las otras formas de
mostrar la discrepancia, tan resbaladizas: las que comienzan en el disenso y
terminan en el conflicto; las que usan la amargura en vez de la esperanza; las
que emplean la violencia en vez de la razón. Si no queremos esto -y no lo
queremos, porque arriesga todo y a todos nos pone en riesgo-, hay que admitir
aquello.
En el marco
de esta nueva cultura ciudadana, se necesita de un periodismo comprometido con
la certidumbre que otorga la verdad. Demanda un renovado vínculo entre los
vecinos y sus autoridades. Dar voz al ciudadano implica garantizarle que tiene
sus derechos pero también la ingente
necesidad de que reconozca la delicada responsabilidad que trae consigo el uso
de su propia libertad para expresarse.
Ser libre
para manifestar nuestras ideas impide que la palabra sea esclava del poder, de
aquello que ata para no decir y que se oculta para no escuchar.
Debemos
seguir en la búsqueda de una comunidad en el sentido estricto de su propia
concepción: un espacio para la convivencia, para fortalecer aquello que nos une
y salvar los obstáculos de aquello que nos diferencia.
El objetivo
debe ser que la Libertad de Expresión constituya un medio para entendernos y
acabe con el rencor vivo que provoca la palabra callada y el silencio
humillante.
Por eso
debemos respetar y defender la diversidad de voces y de criterios, aun cuando
no necesariamente coincidamos con algunos de ellos. Esta es una saludable
convicción. Digo saludable, porque lo que se halla en juego -lo está siempre,
en las horas apacibles y en las horas turbulentas- es la salud de la República.
Convicción y
voluntad de tolerancia, pues. No una tolerancia que desdeña al otro o lo
padece, sino una que lo escucha y lo acepta.
Una
tolerancia que honradamente camina con quien honradamente difiere, y no sin él,
ni en contra suya. Una tolerancia que no mira en el discrepante a un enemigo.
Una tolerancia que advierte la inmensa riqueza moral de la pluralidad.
Una
tolerancia dispuesta a defender, pero también a conceder. Una tolerancia que
escribe la historia con las palabras de todos, no de uno solo. En suma, la
antigua tolerancia valiente y luminosa en la que se hizo la fundación de la
libertad. Mientras exista esta forma de tolerancia, habrá luz.
En la esta
búsqueda de democracia se esconden algunos riesgos. No podemos dejar de
notarlos. Ello no es un proceso ordinario dentro de un régimen democráticamente
consolidado. Se trata de un rompimiento que somete a prueba a la pertinencia de
las reglas y la madurez de los actores. En ambos terrenos se incuba el peligro.
Poner el dedo sobre ello no significa amenazar con el caos. Lo que quiero decir
es, simplemente, que la aceleración del cambio democrático trae consigo riesgos
de importancia. Sería insensato cerrar los ojos ante ellos. Advertir no es
amenazar.
Ante esta
eventualidad, no es muy claro que el diseño constitucional funcione. El ejemplo
muy claro lo tenemos en el ámbito federal, con las consecuencias que todos
padecemos. Nuestra constitución carece de válvulas de emergencia para resolver
un posible bloqueo legislativo en asuntos tan delicados como la ley de ingresos
o el presupuesto de egresos. Confío en que los partidos actuarían de manera
responsable, pero no debemos ignorar las posibilidades de la crisis
constitucional que puede causar problemas políticos y económicos serios.
Necesitamos revisar a fondo el marco institucional del gobierno para hacerlo,
además de democrático, eficaz, eficiente y, sobre todo, efectivo.
¿Cuánto debemos proponer, debatir, meditar, insistir,
conceder? Habría que preguntarlo a la realidad. Habría que escucharlo del
pueblo, que oye, mira y aguarda.
Finalmente,
y sólo para recordar a mi entrañable profesor, Marcos Roitman, cabe decir
que la democracia como técnica
procedimental no es una alternativa de poder ni una práctica política. Como
práctica política, la democracia es un proyecto social ético, fundado en el
bien común. Es un mandar obedeciendo.
Tres Comentarios al Margen
1. Mañana concluyen 12 años de
gobiernos panistas. El saldo es asaz negativo, no sé si uno de los mayores sea
la pérdida de credibilidad de las instituciones y el desgarramiento del tejido
social.
2. A Lizzie y Eduardo, mi más
sincera felicitación por el nacimiento de su hijo. A mis amigos Fernando Moreno
Peña e Hilda Ceballos, doy la más cálida bienvenida al club de los abuelos.
3. No me digan ustedes en dónde
están mis ojos,/pregunten hacia dónde va mi corazón. Jaime Sabines
Twitter: @macosta68