El tema del poder no puede estar desvinculado de
los mecanismos de control social a través de los cuales se producen relaciones
de subordinación legítima, y por ende, aceptadas
por todos.
Más allá de las producciones teóricas de la
ciencia política y la sociología, ha sido en el campo de la literatura donde
mejor se ha ejemplificado la indisoluble relación entre poder y control social.
En su libro Fahrenheit 451, el
escritor norteamericano Ruy Bradbury, nos habla de una sociedad donde el poder
controla las vidas de los individuos hasta definir el propósito de su misma
existencia, de tal forma que hasta el pasado es susceptible de modificarse y en
ocasiones, de ser borrado, como un elemento potencialmente peligroso, al constituirse
en un referente posible que llevaría a los individuos a cuestionar sus
condiciones de vida presentes.
Es por eso que –paradójica y metafóricamente- los
bomberos no apagan el fuego, al contrario, lo alientan quemando aquellos libros
(todos los libros, por cierto) considerados por el poder como peligrosos por su
contenido subversivo.
Sin embargo, es en la novela 1984 de George
Orwell, donde se nos ofrece uno de los panoramas más perturbadores sobre los
efectos que tendría en la vida cotidiana el advenimiento de un poder
totalitario, omnipresente.
Quizá uno de los rasgos más significativos de esa
novela es poder observar cómo, en tales condiciones de dominación, se diluyen
las fronteras entre la vida pública y la privada.
El Gran Hermano nos vigila siempre y al hacerlo,
podemos nosotros mirar también la vida de individuos numerados, autómatas sin
conciencia y absolutamente conformes con su vida, a menos, claro está, que
deseen pasar algunos momentos de su vida
en la habitación 101 y lograr así su rehabilitación social.
Pero todo eso es ficción, tenebrosas fantasías de
escritores que veían un mundo posible, aunque no menos terrorífico, que el que
hoy tenemos y hacia el que probablemente se orientarían todas las sociedades de
prevalecer el dominio político e ideológico de países como los que existían en
Europa Oriental, y más específicamente, en la antigua Unión Soviética.
La realidad hoy en día es diferente y no tan
radical respecto a la manera como la
vislumbraban Orwell y Bradbury. Esto es cierto, sin duda, pero en esencia dicha
realidad también nos habla de un comportamiento hasta cierto punto automatizado
en los ciudadanos de las sociedades contemporáneas, los que tal vez aún no son
identificados con un número, sino por su integración o no al estado de cosas
imperante.
Por eso es que Marcos Roitman no se tienta el
corazón para afirmar que en un contexto cruzado por el fin de la guerra fría y
la caída del muro de Berlín, no pocos intelectuales se imaginaron que el origen
de todos los males estaba en el comunismo, el cual, una vez aniquilado,
permitiría la entrada a una nueva era, la de un mundo feliz y color de rosa.
Hoy la realidad los ha desmentido rotundamente.
Al contrario de la visión apocalíptica de las
sociedades totalitarias, Marcos Roitman ha visualizado un comportamiento
colectivo mediante el cual los individuos, sin presiones de ninguna naturaleza,
enmudecen su conciencia, renunciando en ese acto a cualquier ejercicio crítico
sobre la realidad que los afecta y más aún sobre un poder avasallador que erige
su proyecto en el dominio y la explotación de individuos que viven las
experiencias avasalladoras de ese poder como intrínsecas a su vida.
No se trata de las pantallas a través de las
cuales nos observa y controla el Gran Hermano, ahora son valores, códigos y
símbolos los que articulan y justifican la adaptación al sistema que anula la
voluntad, inhibe la conciencia y aniquila cualquier valor ético admisible.
Si pudiéramos resumir en unas cuantas palabras las
bases donde se erige la teoría del social-conformismo, éstas nos remitirían a
una acción sumisa que debilita la condición humana y su naturaleza ética, al
grado de someterlas a una existencia cercana a un estado de “introspección
social”, de un “autismo social”, mejor dicho, que provoca no sólo la adaptación
acrítica al sistema, sino a todas sus producciones sociales, políticas,
culturales, económicas y simbólicas.
Es el predominio, nos diría Roitman, de conductas
que pueden ser claramente identificadas con una sola frase: "justificar lo
injustificable", no obstante la presencia de elementos suficientes para
darse cuenta del autoengaño.
Son comportamientos contradictorios entre lo que
se piensa y en cómo se actúa.
El comportamiento social-conformista tiene su
aliado en un pensamiento sistémico, que proporciona a los sujetos todos los
códigos que les son básicos y útiles para que no sienta la necesidad de pensar
por sí mismo.
¿Por qué debe preocuparse si el sistema piensa por
él?
Es cuando la voluntad deja de ser necesaria y, por
lo tanto, la inteligencia asume una posición pasiva, en tanto que sólo requiere
operar con el lenguaje del sistema, cuyos fundamentos elementales, pero no
menos contundentes, son el poder y el
dinero, además de abstracciones como el amor y la verdad.
El poder le impone al sujeto un lenguaje técnico
sintáctico y no semántico, cuya imposición obliga al individuo que quiere
sobrevivir en ese sistema a conocerlo, descifrarlo e interpretarlo, sin
importarle quién lo produjo, para qué, por qué y cuáles son sus objetivos.
En definitiva, lo que requiere el pensamiento
sistémico es un operador diestro y capaz de moverse en sus redes, sin discutir,
sin oponerse, sin criticar, basta que obedezca y siga las reglas que le
imponen.
Tres Comentarios al Margen
1.- La necesidad de contar con
todos los votos obligó a Itzel Ríos de la Mora, senadora de mayoría por Colima,
a solicitar licencia para que su suplente, la señora Norma Galindo, viuda de
Gustavo Vázquez Montes, rindiera la protesta de rigor y cumpla la
responsabilidad de emitir su voto a favor de las iniciativas enviadas por el
presidente Enrique Peña Nieto, como es el caso de la Reforma Fiscal, que se
votará en la cámara alta.
2.- Nadie puede salvar su vida si se opone al conjunto,
si quiere impedir que se cometan injusticias e ilegalidades. Ikram Antaki
3.- Sin ideas, el político es un pañuelo en el aire. Jesús Silva Hérzog Márquez
Twitter: @macosta68